Los humanos somos únicos, ¿no? (Parte II)
Continuamos con la serie iniciada en la anterior entrada que analiza el artículo titulado: ¿Qué nos hace humanos? Respuestas desde la antropología evolutiva (What makes us human? Answers from evolutionary anthropology) y que apareció publicado a finales del año pasado en la revista Evolutionary Anthropology.
El niño viene antes de que el hombre: el papel del desarrollo en la producción de variación seleccionable
Sarah Hrdy, profesora de antropología en la Universidad de California en Davis, relata que una concatenación de eventos y adaptaciones llevaron a algunos simios bípedos, inteligentes y fabricantes de herramientas del género Homo a evolucionar hacia cerebros aún mayores con aptitudes especiales para el lenguaje y para transmitir información compleja, incluyendo modelos de comportamiento socialmente admitido («moral»). Es poco probable que estos simios hubieran evolucionado de la forma que lo hicieron sin una especial “relación con el otro” (other-regarding). Es la aparición de esta faceta de la naturaleza humana lo que más intriga a la autora.
Afirma que otros simios pueden atribuir estados mentales de otros y, al nacer, tienen el equipamiento neurológico necesario para imitar algunas expresiones faciales de su cuidador, como hacen los humanos recién nacidos. En algunas circunstancias, los chimpancés identifican la situación de apuro por la que otro pasa, o su necesidad de ayuda.
En cambio, desde una edad temprana, los bebés humanos ofrecen comida a otros de forma voluntaria, eligiendo incluso lo que es más probable que les guste. Mucho antes de que puedan hablar, observan obsesivamente las intenciones y están deseosos de aprender lo que otra persona piensa y siente, incluso sobre ellos mismos, llevándoles a expresar orgullo o vergüenza.
Hrdy recuerda que desde Darwin, las explicaciones de esta tendencia se han centrado en la necesidad de contar con ayudantes «altruistas» para la caza o los enfrentamientos intergrupales. Pero si las ventajas de la caza eran suficientes, ¿por qué los antepasados cazadores de los chimpancés (que han tenido seis millones de años a su disposición) no evolucionaron para ser también más cooperativos? ¿Por qué es tan rara la ayuda coordinada? En la naturaleza, el cuidado en común de los jóvenes ha sido un precursor para formas superiores de cooperación.
Encontramos formas elementales de cuidado infantil compartido en todo el orden primate, aunque no entre los grandes simios ya que las madres, muy posesivas, limitan el acceso a las crías. Su hipótesis, llamada de la cría o crianza cooperativa (Cooperative Breeding Hypothesis) sostiene que los simios bípedos del Plio-Pleistoceno africano, sobrecargados por el costoso amamantamiento de los bebés, difícilmente pudieron permitirse la crianza exclusiva de los hijos. Tanto sus padres como otros miembros del grupo debieron haber ayudado a cuidarlos y alimentarlos. Sugiere, en definitiva, que aquellos bebés con más capacidad para la observación de los estados mentales de los otros, para conmover y así obtener alimentos, serían los mejor cuidados, los mejor alimentados y, por ende, quienes contaran con mayores probabilidades de sobrevivir y transmitir su acervo genético.
Abuelas y sus consecuencias
Tanto lo que compartimos como lo que no con nuestros primos primates, es lo que nos hace humanos.
Para Hawkes, profesora de antropología en la Universidad de Utah, nuestras vidas más largas, una madurez más tardía, y un destete más temprano podrían haber evolucionado en un antepasado inteligente y extrovertido gracias a la crianza por las abuelas. Ni la caza cooperativa ni la agresión letal nos distingue de los chimpancés. La crianza por los abuelos sí.
Aunque una mayor dependencia juvenil pueda parecer que reduce el éxito reproductivo de una madre, ofrece sin embargo una nueva oportunidad adaptativa para las hembras de avanzada edad con la fertilidad en declive. Esta nueva oportunidad es clave para la hipótesis de la crianza por las abuelas que defiende la autora (Grandmother Hypothesis): al encargarse del cuidado de los nietos, las ancianas permitirían a las hembras más jóvenes dar a luz de nuevo más pronto sin pérdidas netas en la supervivencia de la descendencia. Así, como las abuelas más activas dejan más descendientes, las tasas de envejecimiento se retrasan. Esto hizo aumentar la longevidad y los años de vida de las mujeres más allá de la edad fértil. La reducción de la mortalidad en los adultos redujo el riesgo de morir antes de reproducirse, favoreciendo el retraso de la madurez para obtener las ventajas de un mayor crecimiento corporal.
Aunque la fertilidad femenina termina a edades similares en humanos y en otros grandes simios, la diferencia no está en la menopausa, sino en un envejecimiento somático más lento. Otros simios se debilitan durante los años fértiles y raras veces viven más allá de esa frontera. No así los humanos.
Hawkes hace hincapié en que los bebés humanos, a diferencia de otros simios recién nacidos, no pueden contar con toda la atención de su madre. Por ello, la crianza por las abuelas hace que la supervivencia de los bebés sea más variable en relación a las propias habilidades del bebé para conectar con sus cuidadores.
Cómo damos a luz contribuye a la rica estructura social que subyace en la sociedad humana
La autora, profesora de antropología en la Universidad de Delaware, se centra en dos aspectos de la cooperación que son consecuencia directa del patrón de nacimiento de los seres humanos: la ayuda durante el parto (y, de forma más general, el apoyo a las madres durante el embarazo, el alumbramiento y la lactancia), y el cuidado del recién nacido.
El nacimiento de los seres humanos es complicado porque los neonatos giran mientras pasan a través del canal del parto, como resultado de las adaptaciones pélvicas debido al bipedismo y al aumento craneal que evolucionaron en mosaico hace entre 6 y 4 millones de años, y que motivó la postura en la que nacen los bebés, mirando al lado opuesto de sus madres. A diferencia del parto del resto de primates, que generalmente es solitario, el parto con rotación humano no pudo evolucionar fuera de un contexto social en el que la mujer tuviera asistencia tanto física como emocional durante el nacimiento.
Rosenberg entiende que la intensificación de los esfuerzos para el éxito reproductivo de las mujeres embarazadas, de las parturientas, y de las madres lactantes, puede ser un aspecto esencial de nuestra adaptación. Permite que puedan gestar niños de mayor tamaño, con mayor capacidad craneal, con hombros más anchos, y cuidarlos durante períodos prolongados.
Más allá de la ayuda en el parto, la inversión en la infancia también es posible porque los seres humanos se ayudan los unos a los otros, compartiendo la alta demanda de energía, la vigilancia intensiva y el cuidado atento que tanto beneficia a las madres y a sus bebés.
Concluye que esta red de vínculos sociales, y su elaboración en apoyo de la reproducción humana y la crianza de los hijos, están entre los factores críticos que dan forma a la singular adaptación del ser humano y, a pesar de nuestros estrechos vínculos genéticos y de comportamiento con otros primates, establece un patrón de comportamiento social que nos distingue de nuestros parientes primates.
¿A quiénes pertenece la cultura?
Para Mary Stiner y Steven Kuhn, ambos profesores de arqueología en la Universidad de Arizona en Tucson, la “cultura” compleja y un modo lingüístico de comunicación son dos de las cosas más obvias que nos hacen humanos. A pesar de esto no somos las únicas criaturas que poseen capacidad para la cultura. De hecho, hay una considerable variedad de opiniones entre los antropólogos acerca de si la cultura, entendida como una adaptación cognitiva y de comportamiento, distingue a los humanos de otros animales o se trata más bien de una cuestión de grado.
Aislar la especie humana del resto de animales, presentes y pasados, es una práctica común al explicar la evolución humana, y también en las narraciones religiosas acerca de la creación del hombre. Por muy atractiva que pueda ser esta práctica, los intentos de ruptura absoluta con otras formas de vida nos impiden aprender cómo han desarrollado los seres humanos sus habilidades y su dependencia de la cultura.
Los autores ponen de manifiesto que distintos estudios sobre el comportamiento demuestran que otros mamíferos y algunas aves desarrollan prácticas de conocimiento local que se transmiten entre los individuos y a lo largo de las generaciones. Parece ser que la principal barrera para llamar a estos ejemplos cultura rudimentaria es que los comportamientos se transmiten por medios distintos del lenguaje humano. Sin embargo, los humanos compartimos nuestra cultura a través de modos de comunicación lingüísticos y no lingüísticos. El lenguaje corporal, los gestos, y otros comportamientos sencillos son fundamentales para la transmisión de muchas habilidades y otras formas de conocimiento cultural. ¿Por qué tenemos que admitirlos como canales de transmisión cultural en los seres humanos, pero no en otros organismos sociales?
El lenguaje humano es muy versátil y no hay nada parecido en el resto de animales. Sin embargo, que los experimentos con primates no humanos o con cetáceos fallen a la hora de producir el lenguaje humano no es la cuestión. Stiner y Kuhn son tajantes: no podemos esperar que los grandes simios y los delfines imiten nuestros modos de comunicación, como no podemos esperar que las libélulas vuelen como los pájaros.
Ser o no ser (humano), ¿esa es la pregunta?
¿Qué nos hace humanos? Parece una pregunta perfectamente razonable e interesante sobre la que indagar pero, incluso con un examen superficial, no tiene sentido en absoluto. Siguiendo el criterio general de que toda afirmación científica debe ser verificable, no queda claro que la respuesta a esa pregunta cumpla con los requisitos.
Para Kenneth Weiss, profesor de antropología y genética en la Universidad Penn State, una respuesta obvia y aparentemente objetiva que rápidamente nos viene a la mente sería poseer “el genoma humano”. Sin embargo, el autor lo entrecomilla porque para él ¡no existe tal cosa! Sostiene que una secuencia de ADN configurada por quizás más de una persona (la verdad aún no está clara) que se actualiza y corrige repetidamente es un ideal platónico. Como toda mezcla, ningún humano (¡signifique lo que signifique!) tuvo nunca esa misma secuencia. Estrictamente hablando, se trata de una secuencia de referencia arbitraria. Así que ¿necesitamos una segunda referencia, como por ejemplo la secuencia genética del «chimpancé» (sólo un modelo más), para tener un límite exterior de humanidad? ¿Y por qué escogemos un chimpancé? ¿Por qué no, por ejemplo, los gorilas, las jirafas, o los gruñones neandertales? ¿O son también humanos y por tanto no un grupo externo? ¿Deberíamos quizá escoger “el” gen de un rasgo determinado (otro ideal platónico)? ¿Quién decide qué gen? Cuando un nucleótido puede ser la diferencia entre la vida y la muerte por una enfermedad o un fallo en el desarrollo embrionario, ¿cuál tendríamos que considerar?
Esta complejidad sugiere que deberíamos fijarnos en los rasgos más que en los propios genes. ¿Cuál debería ser, la morfología dental, la forma de la pelvis o la posición del foramen magnun? Quizás prefiramos escoger nuestra arrogancia, nuestro lenguaje o inteligencia. Podemos elegir, por ejemplo, los conflictos armados o la religión como «lo que nos hace humanos», aunque esto descalifica a los cuáqueros y a los ateos. En definitiva, la selección de los rasgos tampoco proporciona una respuesta fácil.
Analicemos la pregunta en sí: «Qué» implica componentes numerables, «nos» implica identidad colectiva y «hace» implica causalidad determinante. Por último, «humanos» implica vagamente que sabemos la respuesta antes de tiempo, es decir, una definición intrínsecamente circular. Concluye que por lo general, y después de todo, en realidad esta no es una cuestión científica. Todos comprenderán la pregunta de una manera diferente y pueden responder sin caer en una contradicción. Esto, después de todo, es lo que nos hace humanos.
Licenciado en derecho. Máster en Bioderecho. Doctorando en Ciencias Jurídicas
No soy científico. Mi trabajo diario no está relacionado con la ciencia ni con el periodismo. Por lo tanto, una buena pregunta sería ―y es cierto que me la han planteado alguna vez― por qué dedico tanto tiempo a leer y a escribir sobre temas científicos. Y mi respuesta es que es una necesidad.
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