Botánica navideña: el abeto
Es bien conocida la costumbre por parte de la Iglesia de tunear ritos de otras religiones para adaptarlos al Cristianismo y así lograr una mayor aceptación por parte de los paganos. Un caso paradigmático bien podría ser la tradición del abeto de Navidad. No está muy claro su origen, aunque parece remontarse a la Europa Central y del Norte, donde moraban los germanos y escandinavos adoradores de dioses como Thor u Odín. Algunas versiones hablan de una costumbre consistente en adornar un árbol sagrado hacia estas fechas, el Ygdrassil o Árbol del Universo representado probablemente en la forma de un roble, en conmemoración del nacimiento de Frey, dios de la fertilidad, la cual sería modificada durante la evangelización de estos pueblos. Sea esta u otra la realidad, parece ser que la práctica se perdió hasta que Lutero la resucitó en la figura de un abeto en el siglo XV, tras lo cual se popularizó en aquellos países.
Ahora bien, los aficionados a hacerse preguntas quizás se planteen la siguiente: ¿y por qué un abeto? ¿es que acaso no pudo haber sido cualquier otro árbol, como una encina, un baobab, un drago o un olivo?
Pues difícilmente, pues resulta que las plantas mencionadas y otras muchas similares no crecen en aquellas tierras. Sin embargo, los árboles que tradicionalmente han servido para celebrar la Navidad son relativamente abundantes allí, y además en esas fechas, cuando termina el otoño y comienza el invierno, conservan su bonito color verde frente a muchas otras especies que optan por perder sus hojas hasta la llegada de la primavera siguiente, así que era bastante esperable que fueran estos y no otros los elegidos. Pero aún podríamos insistir: ¿por qué?
Antes que nada, un apunte: no todos lo árboles que comúnmente se tiene por abetos lo son. En sentido estricto, el abeto es un árbol perteneciente al género Abies, el cual se clasifica dentro de la división de las coníferas, donde hallamos otros géneros tan dispares como Pinus (los pinos), Taxus (los tejos), Cupressus (los cipreses), Juniperus (enebros y sabinas) o Picea (las píceas). Precisamente muchas especies pertenecientes a este último grupo poseen un cierto parecido con los abetos, hasta el punto tal que la pícea común (Picea abies) es también conocida como abeto falso.
Fue a mediados de la era Paleozoica, en el periodo Carbonífero, cuando apareció el grupo de las gimnospermas, y dentro de él el de las coníferas. Al llegar la era Mesozoica consiguieron dominar los paisajes del mundo, y probablemente fueron durante millones de años el decorado principal del escenario donde los dinosaurios eran actores protagonistas. Pero aún en la época de esplendor de estos, durante el periodo Cretácico, llegó un nuevo gran grupo: el de las angiospermas. Este presentaba una serie innovaciones evolutivas, como los frutos, que le supuso un tremendo éxito biológico hasta el punto de llevarlo a ser el más diversificado de la actualidad.
Una de esas innovaciones la hallamos en su sistema vascular, es decir, el de los conductos que transportan agua y nutrientes (savia bruta) hasta los tejidos donde se hace la fotosíntesis (principalmente en las hojas) y luego los productos resultantes hacia el resto de los órganos (savia elaborada). La savia elaborada circula por un tejido llamado floema, y la bruta por otro llamado xilema. En el caso de las coníferas, el xilema está formado por células muertas de las que sólo queda la pared llamadas traqueidas, de forma muy alargada y fina (unos 5 mm de largo y 0,003 de diámetro).
Podríamos decir que estas células se disponen formando “hileras”, cada una de ellas se halla conectada con la anterior y la siguiente por orificios llamados punteaduras, formando largos conductos que van desde la raíz hasta allí donde debe llegar la savia. En las angiospermas hallamos una diferencia radical: el principal elemento conductor está constituido por células más largas y anchas (entre 0,003 y 0,008 mm de diámetro), llamadas elementos vasales, o también segmentos o miembros del vaso. Además de esta diferencia morfológica, estas células no conectan a través de pequeños orificios, sino que prácticamente toda la pared transversal desaparece, de modo tal que forman algo así como minúsculas cañerías que ascienden por el tallo de la planta llamadas vasos o tráqueas, pudiendo tener desde centímetros a metros de longitud. Debido a las propiedades del agua, esta opone mucha menos resistencia a circular por estos vasos, lo cual confiere una gran ventaja sobre las traqueidas. Esta y otras innovaciones evolutivas permitieron hace millones de años a las angiospermas terminar con la hegemonía de las gimnospermas y convertirse ellas en las protagonistas de la mayor parte de paisajes del mundo.
Pero no de todos.
Resulta que los vasos presentan un problema importantísimo frente a las traqueidas, que en determinadas condiciones supone la diferencia entre la vida y la muerte: la cavitación. Cuando hay aridez puede ocurrir que la columna de agua que rellena un vaso se “rompa”, haciendo su aparición una pequeña burbuja de gas. Estas rupturas no siempre son irreversibles, pero en ocasiones la traquea queda inutilizada. Ante una sequía muy grave existe el riesgo de que caviten demasiados vasos, pudiendo llegar a producirse la muerte. Ante esto, las angiospermas han desarrollado multitud de estrategias que les permiten ahorrar agua en condiciones de estrés hídrico. Sin embargo, la cavitación no sólo se produce por sequía. El frío extremo es otro factor que puede provocarla al congelar la savia de los vasos; cuando retorna el buen tiempo y se producen los deshielos, las columnas de agua pueden romperse de forma masiva. Sin embargo, las traqueolas, más estrechas y separadas por paredes perforadas, son más resistentes a la cavitación, precisamente por el mismo motivo que causa que el agua circule por ellas con más esfuerzo: esta permanece mejor “adherida” a las paredes del conducto. Este es posiblemente uno de los motivos principales por los que las coníferas dominan en los ambientes alpinos, donde hallamos extensos abetares, y por el que el bosque de mayor extensión del planeta, la taiga siberiana, es un bosque de coníferas al igual que el bosque boreal que encontramos en Norteamérica. Las coníferas son las reinas de las nieves. Así pues, podemos suponer que no fue totalmente casual que allí donde se originó la tradición del árbol de Navidad, en tierras del Norte donde en otra época se adoró a Frey y a Thor, fuera precisamente un abeto el que tuviera más posibilidades de ser elegido para tan entrañable función. Aunque tal vez fue una pícea…
Extensión de los bosques boreales de coníferas en el mapamundi.
Biólogo y profesor de secundaria.
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Ununcuadio
Publicado el 14:14h, 31 diciembreplas, plas, plas!!! ¡Pedazo entrada! La he disfrutado mucho! 😀
Gerardo Costea
Publicado el 14:20h, 31 diciembreMe alegro de que te guste, Ununcuadio. Gracias por el comentario. 🙂
Dani
Publicado el 14:24h, 31 diciembreBuen artículo, pero diría que hay un par de comentarios a añadir:
Primero, la cavitación. Hablas de cavitación pero no defines el término, ni aunque sea una definición de «estar por casa». Yo añadiría algo del palo: la cavitación se produce cuando, en períodos de demanda evaporativa elevada, encontramos un reservorio de agua en el suelo bajo, lo que aproxima más el potencial hídrico de las hojas con el potencial hídrico del suelo, y, por lo tanto, en las cañerías se pueden colar burbujitas de aire, burbujitas que una vez dentro del tronco inutilizan (según la teoría clásica, actualmente se sabe que existen mecanismos en les angiospermas para «eliminar» estas burbujas) el bombeo «suelo-atmosfera» ya que la presión de una burbuja de aire saturada de agua no permite que haya circulación por el conducto en el cual se han colado.
En cuanto haces la comparativa gimnos-angios, se podría argumentar que también están los temas del balance entre la respiración y la producción de hojas, ya que los costes de mantenimiento de las hojas todo el año parecen compensar los costes de la nueva formación de hojas, sobre todo teniendo en cuenta que el período vegetativo es muy corto y deben de maximizar la producción para el mantenimiento.
Hay algunos géneros (p. ej. Salix, con Salix herbacea, S. retusa o S. reticulata) de árboles-arbustos angios que viven en ambientes de temperaturas extremas (2000-2500 metros, aquí en los pirineos), y hasta en la vertiente norte.
Luego, a la hora de citar los géneros, yo no citaria a Taxus, porqué básicamente es un árbol de latitudes medias, no de la zona más fría.
Y en las ventajas de las angios respecto a las gimnos también se incluye una mayor vascularización (y por lo tanto eficiencia) del limbo de la hoja, lo que permite que la presión de la columna de agua se encuentre mejor repartida.
En fin, ya ves que son solo detallitos de forma, me ha gustado mucho el artículo.
Salut!
Gerardo Costea
Publicado el 14:36h, 31 diciembreGracias por dejar aquí tu aporte, Dani, es muy interesante. Como ves, el texto es largo ya de por sí, y su objetivo es resultar más o menos básico, por lo que quise evitar introducir mucha información. Sin embargo es cierto que sería interesante dedicar en el futuro algún artículo para profundizar en el fenómeno de la cavitación, y también hace tiempo que tengo ganas de escribir un angiospermas vs. gimnospermas. Esto era más bien un «preludio» con la excusa del árbol de Navidad.
Sobre los Salix conocía el caso, sin embargo imagino que es su porte arbustivo lo que los salva y que de tener un tronco de gran altura, como el caso de los abetos o las píceas, no podrían sobrevivir. Ojo, no lo afirmo… pero supongo que será así. Quizás tú lo sepas.
De nuevo gracias por el comentario y feliz año nuevo.