Extremio y Ultimio

Saturno devorando a su hijo. Francisco de Goya.

La antigua mitología nos cuenta que Saturno, tras derrocar a su padre, obtuvo de su hermano mayor, Titán, el favor de reinar en su lugar. Esto sucedería siempre y cuando se cumpla una condición que no podía pasarse por alto. Saturno debía sacrificar a toda su descendencia para que la sucesión del trono quede reservada a los hijos de Titán.

Pasado el tiempo Saturno (Cronos para los Griegos)  se casó con Ops (Rea), con quien tuvo varios hijos a quienes devoró ávidamente, como había convenido con su hermano. Sin embargo, Ops logró salvar a uno de sus hijos, escondiéndose y dando a luz en la isla de Creta. El elegido fue Júpiter (Zeus) quien una vez adulto, hizo la guerra a su padre, derrotándolo después de cruentos combates. De esta forma  la dinastía de Saturno perduró en detrimento de la de Titán. Luego Júpiter obligó a Saturno a regurgitar a sus hermanos Neptuno (Poseidón) y Plutón (Hades).  Los tres hermanos dividieron al mundo en tres partes para ser regentado por ellos. Júpiter tomó el cielo, Neptuno el mar y Plutón el mundo de las tinieblas o inframundo.

Neptuno vive en un reino submarino y su morada es un castillo dorado. Su arma es un tridente que usa para agitar las aguas y crear tormentas, tempestades y tsunamis. Según algunos relatos mitológicos este dios sería el responsable de hundir bajo el océano a la prospera Atlántida. Plutón por su lado, es el regente del inframundo y de las almas que allí terminan su existencia. Su palacio se ubica en mitad del Tártaro, un lugar de tormento y sufrimiento eterno. Sus súbditos son sombras ligeras y miserables. Además todo lo que la muerte cosecha sobre la Tierra vuelve a caer bajo el régimen de este dios.

Estos relatos han servido a la humanidad, en un principio para tratar de explicar nuestros orígenes o, en otros casos, para revelar la ocurrencia de ciertos fenómenos naturales. Luego, una vez establecida la Ciencia, se han usado como referencia nominal para algunos descubrimientos. De esta forma en 1781 ocurrió un hallazgo que causó gran revuelo. John William Herschel descubrió un planeta más allá de Saturno, planeta considerado desde la antigüedad como el más alejado del sol. Este planeta fue bautizado como Urano (en relación al padre de Saturno mitológico, aunque otras fuentes citan a Urania, la musa de la astronomía y la geografía) por encontrarse después de Saturno. A partir de este momento nace una época floreciente de descubrimientos, donde los científicos no solo se encargan de la búsqueda de planetas, sino que también van tras las huellas de nuevos elementos químicos. Así, el uranio fue descubierto como óxido en 1789 por el químico alemán Maarten Klaproth, quien lo bautizó en honor al planeta recientemente encontrado. No obstante, el primero en aislarlo como elemento metálico fue el francés Eugène-Melchior Peligot, en 1841. Hacia finales de la década de 1860, un ruso, nacido en Siberia, llamado Dimitri Mendeleiev (su historia es apasionante, prometo un post dedicado al él en el futuro) se enfrentaba al problema de encontrar cierta clase de orden para los 63 elementos químicos conocidos a la época. Sobre la base del concepto de valencia química (que no es más que un número que da cuenta de las posibilidades de un átomo para combinarse con otros y formar un compuesto) Mendeleiev estableció la, ahora muy conocida, tabla periódica de los elementos. La publicación vio la luz en 1869 en idioma ruso e inmediatamente fue traducida al alemán y editada por los químicos del planeta.

Tabla Periódica de Mendeleiev (año 1869).

El mayor de los meritos de Mendeleiev y su tabla fueron los espacios vacios que dejó para elementos aún no descubiertos. Solo unos pocos años después, en 1874, el químico francés Paul Émile Lecoq de Boisbaudran descubrió el galio, el elemento con número atómico 31 en la tabla (el numero atómico corresponde al orden en la tabla y al número de electrones del átomo). Los descubrimientos siguieron en forma sucesiva de tal manera que al año de 1886 la tabla estaba prácticamente llena, incluidos los denominados lantánidos, la primera serie de las tierras raras. Increíblemente a fines del siglo XIX los químicos no hacían más que sacar a la luz una nueva serie de elementos que no encontraban sitio en la tabla de Mendeleiev. No obstante, la solución fue sencilla y perfecta, simplemente se adicionó una hilera completa; la de los denominados gases nobles (también esta historia da para un post).

Desde otro punto de vista, también los físicos estudiaban los elementos, pero con un lente diferente. A ellos les interesaba encontrar la esencia de los átomos, es decir contestar la ancestral pregunta de los griegos: ¿de qué está hecha la materia? En su búsqueda Thomson descubrió el electrón, Rutherford el núcleo atómico y finalmente Chadwick, ya en 1920, el neutrón. Contemporáneamente en Francia los Curie habían desentrañado los secretos de la radiactividad, y de paso, descubierto dos nuevos elementos: el radio y el polonio. Hacia 1925 la tabla periódica estaba constituida por 92 elementos, varios de ellos radiactivos, faltando solamente por descubrir los elementos 61, 85 y 87 e increíblemente un elemento de número atómico bajo: el 43. Pero no seria hasta la llegada de la era atómica que los elusivos elementos serian encontrados. Debieron pasar 15 años para que tres de estos elementos sean hallados, para ello se necesitó tecnología moderna y el uso del primer «aplasta-átomos» —el ciclotrón—, en la Universidad de California y luego el mucho más enérgico acelerador de partículas. La tecnología permitió el hallazgo del elemento número 43, que se denomino tecnecio (del griego technetos, artificial), debido a que fue “construido tecnológicamente” y no descubierto como los anteriores.

El elemento que aún faltaba en la tabla de 92 elementos era el número 61. Éste salió a luz de una manera particularmente distinta. No se produjo de una forma deliberada, sino como un resultado adicional del nuevo descubrimiento de la física: la fisión nuclear.

Pero fue la partícula descubierta por Chadwick, el neutrón, la que permitió a los científicos soñar en grande. En 1932, los físicos se percataron que el neutrón como partícula sin carga, no sería repelida por los núcleos cargados positivamente (al contener protones), y por lo tanto se constituía en un precioso instrumento para la investigación, y muy probablemente para formar nuevos elementos. A mediados de la década de 1930 el grupo del gran físico italiano Enrico Fermi y sus colegas fue de los primeros en empezar a bombardear núcleos con neutrones. Entre los resultados de sus pruebas consiguieron algunos productos que carecian de una explicación adecuada. La resolución del misterio se debe al alemán Otto Hahn y su colega Lise Meitner, quienes descubrieron que uno de los productos de los experimentos era el bario, un elemento con sólo la mitad de peso que el uranio. La conclusión evidente fue que el bombardeo del neutrón había dividido el átomo del uranio en dos (a este proceso se le llamo fisión del uranio). Estos estudios llevaron, un poco tiempo después, a generar la primera reacción de fisión en cadena y para desgracia de la humanidad también a la obtención de la bomba atómica.

Prometeo regala el fuego a la humanidad. Heinrich Friedrich Füger

Con esta nueva herramienta solo era cuestión de tiempo. En 1948 quedó cubierto el último hueco de la tabla periódica. Los químicos Marinsky, Glendenin y Coryell pertenecientes al Oak Ridge National Laboratory encontraron el elusivo elemento número 61 entre los productos de fisión del uranio. Este nuevo elemento se bautizó como prometio, en alusión directa a Prometeo (quien en la mitología griega fue quien regaló el fuego a la humanidad) en vista que sólo pudo crearse a partir del fuego supremo del horno nuclear. Aún así esto NO constituyó el final de la búsqueda de los elementos. En la misma década Edwin McMillan, en colaboración con Philip H. Abelson, lograron lo imposible, encontrar un elemento más allá del uranio, el último de los elementos que puede ser encontrado en la naturaleza. Ellos se percataron que uno de los productos de la desintegración del isótopo 239 del uranio no coincidía con nada conocido; se trataba de un nuevo elemento, el primero perteneciente a la serie de los transuránidos, y que se constituía en el elemento numero 93. Ese mismo año (1940) McMillan colaboró con “el mago de los elementos”, Glenn Seaborg, quien junto con su equipo de la Universidad de California, Berkeley, descubrió el elemento 94 a partir de experimentos con el elemento 93 recién descubierto. Curiosamente su presencia solo se hizo pública hasta después de la Segunda Guerra Mundial, y de manera nada convencional, ya que se informó de su existencia en noviembre de 1945 durante la emisión en vivo de un programa radiofónico para niños. Sus nombres originales fueron muy sui generis debido a la creencia inicial de que no se podrían obtener elementos más pesados que estos. Los nombres fueron “extremio” para el elemento 93 y “ultimio” para el 94. Los nombres definitivos de estos elementos artificiales fueron neptunio para el 93 y plutonio para el 94 en relación directa con los planetas Neptuno y Plutón que se encuentran después de Urano en nuestro Sistema Solar. 

Entre 1940 y 1955 Seaborg y sus colaboradores descubrieron (sería mas correcto decir produjeron) nueve elementos nuevos, de los cuales el plutonio es el más conocido. Este elemento cambiaría la historia de la humanidad por sus implicaciones en la guerra, debido a su uso en armamento nuclear. Los demás elementos tienen, excepto el americio (95), el berkelio (97) y el californio (98), nombres en honor a grandes personajes de la ciencia. Estos son: curio (96), einstenio (99), fermio (100), mendelevio (101) y nobelio (102). Varios años después el elemento 106 se denominó seaborgio en honor al gran científico.

Seaborg y McMillan compartieron el premio Nobel de Química en 1951 por sus contribuciones al descubrimiento de nuevos elementos químicos más pesados que el uranio. Como anécdota final se cuenta que un agresivo interrogatorio por parte del comité del Congreso Norteamericano (Seaborg fue consejero científico de varios presidentes) se dio por terminado después de la “sesuda” pregunta por parte de un senador de muy mal genio: ¿Qué sabe usted acerca del plutonio? preguntó, Seaborg simplemente contestó: «Yo soy el descubridor de ese elemento».

Alexis Hidrobo P.

Esta entrada participa en la XVIII Edición del Carnaval de la Química que se celebra en XdCiencia.

Notas:

Plutón ya no es considerado un planeta después del congreso astronómico realizado en Praga el 24 de agosto del 2006. Sin embargo, como es lógico, el nombre del elemento 94 continúa sin cambios.

Para Saber más:

  • Gratzer, Walter. Eurekas y Euforias. Como entender la ciencia a través de sus anécdotas. Editorial Crítica. Barcelona. 2002.
  • Philip Wilkinson. Mitos y Leyendas, guía ilustrada de su origen y significado. DK Ediciones. Edición especial para el Círculo de Lectores. Reino Unido. 2009.
  • Asimov, Isaac. La búsqueda de los elementos. Editorial Plaza y Janés. Barcelona. 1986.
  • Bosh, Pedro y colaboradores. Pioneros de las ciencias nucleares. Colección la Ciencia para todos. Número 120. Fondo de Cultura Económica. México. D.F. 1999.
  • Sacks, Oliver. El tío Tungsteno. Editorial Anagrama. Barcelona. 2003.
  • De los Ríos, José Luis. Químicos y química. Colección la Ciencia para todos. Número 228. Fondo de Cultura Económica. México. D.F. 2011.
3 Comentarios
  • jose david
    Publicado el 11:30h, 28 octubre Responder

    Como siempre, un placer leerte y aprender contigo, Alexis. A los artículos que escribes le veo un defecto bastante grande: que se acaban.
    Un abrazo.

    • alexis
      Publicado el 20:55h, 28 octubre Responder

      Muchísimas gracias. Tu comentario me anima a seguir. Pronto podrás leer los post prometidos en este. Un gran saludo.
      Alexis.

  • Pingback:Octubre en HdC | Hablando de Ciencia | Artículos
    Publicado el 18:01h, 02 noviembre Responder

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