Los espíritus del Hindenburg

El espíritu de fuego apareció y tocó sutilmente la gigantesca estructura. Al momento, una llama prendió el aire y las nubes comenzaron a arder. La multitud esperaba en tierra el descenso del prodigio mecánico, con la mirada perdida en el infierno que se abría paso sobre sus cabezas. La ballena aérea estaba herida de muerte y la era de los dirigibles llegaba a su fin.

LZ 129 Hindenburg

El 3 de mayo de 1937, el LZ 139 Hindenburg despegaba desde Frankfurt hacia New Jersey, en los Estados Unidos. En un mundo en tensión, inminente ante la llegada de un nuevo conflicto, los dirigibles eran los reyes del transporte. Multitud de gigantescos globos cruzaban el Atlántico en un viaje que únicamente se podían permitir las familias más adineradas. Un vehículo que era seña de identidad, de poderío, de exclusividad.

Dentro viajaban 97 personas, 36 pasajeros y 61 tripulantes. Un año antes, el 4 de marzo de 1936, el Hindenburg realizaba su primer vuelo. Tras un año de viajes, llegó a cruzar diecisiete veces el Atlántico, con destinos como los Estados Unidos y Río de Janeiro, en Brasil. Tras un éxito rotundo, el dirigible inició su segunda temporada de vuelos transoceánicos. En este caso, rumbo a la Estación Naval de Lakerhurst.

A excepción de los fuertes vientos que atrasaron el vuelo, el viaje del Hindenburg transcurrió sin incidentes. Al llegar a su destino, la aeronave fue recibida por multitud de espectadores impresionados ante el poderío de la máquina alemana, una auténtica publicidad voladora del régimen nazi. Desde 1933, el Partido Nazi, con el canciller Adolf Hitler al frente, gobernaba Alemania. La República de Weimar, creada tras el final de la Primera Guerra Mundial, ya no existía. Y, en su lugar, se elevaba el Tercer Reich, el tercer imperio alemán.

Con el objetivo de vender el régimen nazi al resto del mundo, la campaña publicitaria del Führer era muy activa. Las Olimpiadas del 36 fueron una demostración del supuesto poderío deportivo alemán. Una exhibición que quedó ensombrecida por las victorias de Jesse Owens y sus cuatro medallas de oro. Un atleta de color que venció a los superiores deportistas arios. Sin embargo, también hubo algunas victorias para el gobierno germano. En la inauguración de los Juegos, el LZ 129 Hindenburg dejó impresionados a todos los asistentes con su sobrevuelo por el Estado Olímpico de Berlín. Una demostración clara de la poderosa industria aeronaval nazi. Y así querían hacerlo saber al mundo.

Compartimento de pasajeros en el interior del dirigible

El dirigible fue recibido en territorio estadounidense por una legión de periodistas. Las cámaras fotografiaron cada detalle de su viaje por los Estados Unidos. Y conociendo este hecho, en una claro ejemplo de márketing, el Hindenburg sobrevoló las ciudades de Boston o Manhattan, camino al aeropuerto de destino. Unas imágenes que protagonizarían las portadas de multitud de periódicos.

La expectación por el aterrizaje era máxima. El Hindenburg medía 245 metros de largo y 41 de diámetro y en su interior llevaba 14 globos llenos de hidrógeno con capacidad para doscientos mil metros cúbicos de gas. Esto, sumado a sus cuatro motores Diésel, le permitía alcanzar los 135 km/h. Aunque era más largo que tres Boeing 737 juntos, únicamente tenía capacidad para un pasaje máximo de 72 personas y una tripulación de 61. Y a diferencia de otros dirigibles de la compañía, el Hindenburg contaba con una particularidad muy especial. El compartimento de pasajeros se escondía dentro del propio globo, lo que le permitía una mejor aerodinámica. Todo ello sujeto con una fuerte estructura de duraluminio, una aleación de aluminio y cobre, y revestido con una envoltura que evitara la acumulación de electricidad estática. Sin embargo, de poco sirvió ante el fuego de San Telmo.

¿Qué es el fuego de San Telmo?

“El mismo sábado noche se vio el fuego de San Telmo, con siete velas encendidas, encima de la gavia. Con mucha lluvia y espantosos truenos.” Así describía el hijo de Cristóbal Colón las observaciones de su padre durante el segundo de los cuatro viajes a América. En medio de la oscuridad, aparecía un misterioso fuego que se dejaba ver en los mástiles de los barcos, en las puntas, augurando la presencia de San Telmo, patrón de los marineros y responsable de un fenómeno muy difícil de ver.

El ser humano lleva siglos navegando, explorando el mundo en busca de nuevos territorios. Hoy, recorremos esas mismas rutas con el objetivo de ver a nuestros familiares, hacer turismo o negocios… Y, aunque es un camino mucho más cómodo, confortable y seguro, los desafíos siguen presentes. A partir del siglo XV, los océanos del mundo se llenaron de multitud de barcos pertenecientes a potencias como España, Reino Unido, Francia o Países Bajos. Y cuando pasas mucho tiempo en el mar, sin tierras cercanas, es fácil ver cosas. Muchas eran alucinaciones, fantasías que la mente creaba a nuestro alrededor. Pero otras tantas eran reales, aunque por momentos pudieran parecer espíritus cuya misión era atormentar el alma de los marineros.

Fuegos de San Telmo

Entre dichos fenómenos, encontramos el fuego de San Telmo. En la Antigua Grecia, era llamado Helena y, cuando aparecía en pareja, Cástor y Pólux. Helena, cuyo nombre significa antorcha, es un personaje de la mitología griega muy conocido. Su amor con Paris, príncipe de Troya, llevó a multitud de ciudades a una guerra que sería fruto de numerosas leyendas. Una mujer de extraordinaria belleza, hija de Zeus y hermana de Cástor y Pólux, los héroes mellizos. Sin embargo, ya en época cristiana, este fenómeno pasó a denominarse en honor a San Erasmo de Formia, más conocido como Sanct´ Elmo, patrón de marineros y violinistas. O quizás, de acuerdo a los españoles, en honor a San Pedro González Telmo.

Aunque el nombre ha ido cambiando a lo largo de los siglos, el suceso que lleva asociado siempre ha sido el mismo. En los mástiles de los barcos, durante los días de tormenta, aparecían llamas que brillaban en fantasmagóricos azules y violetas. Un fuego que no quemaba, que no se propagaba, siendo tomado por los marineros como una señal de que su patrón protegía ese viaje. Buenos augurios que presagiaban un viaje tranquilo, pero ¿qué esconde realmente este fuego?

¿Fuego mitológico o fenómeno meteorológico?

En los días de tormenta, el cielo se oscure y se llena de gigantescas nubes llamadas cumulonimbus. Debido a los movimiento de la atmósfera, dentro de dichas nubes se produce un importante movimiento de cargas. Puede ocurrir que los electrones libres asciendan en la nube y el borde inferior de esta quede cargado positivamente o justo al contrario. Los electrones descienden a la parte más cercana al suelo y la región superior queda con carga positiva. Sin embargo, para esta ocasión, quedémonos con el segundo caso. La zona inferior del cumulonimbus está llena de electrones, es decir, de carga negativa.

Y es que, en física, casi todo viene por pares. La gran acumulación de carga negativa en los cielos producirá una importante cantidad de carga positiva en el lado contrario, es decir, en el suelo. De esta manera, se genera una diferencia de potencial, algo así como una pila gigante. Al final, la diferencia es tan grande que provoca la ruptura dieléctrica del aire… Ok, espera un segundo, ¿la qué del aire? Para contestar a esto, vayamos por partes.

En la naturaleza existen tres tipos de materiales atendiendo a su capacidad para conducir electricidad: conductores, semiconductores y aislantes. En los primeros, los electrones que componen la corriente eléctrica pueden viajar libremente, tal y como ocurre con los metales. En los segundos, dentro de un determinado margen, dicha conducción se produce, pero en situaciones muy concretas. En el tercero, su circulación es prácticamente imposible. Y justo el aire entra dentro de este grupo.

Los gases que componen nuestra atmósfera son eléctricamente neutros, es decir, los átomos que lo forman tienen el mismo número de electrones que de protones. Los electrones no tienen una forma de circular fácilmente por él, a priori… Sin embargo, las cantidades de cargas positivas y negativas son tan grandes que generan un campo eléctrico muy intenso entre la nube y el cielo. La diferencia de voltaje, la pila natural generada, es tan grande que, al final, los átomos del aire terminan rompiéndose.

Distribución de carga en un cumulonimbus

Los electrones de los átomos saltan y son liberados de la atracción del núcleo, pudiendo fluir libremente por la atmósfera y provocando una corriente eléctrica entre la nube y el suelo. Nacen entonces los rayos. Y aunque aquí hemos hablado del suelo como aquel que recibe la descarga, no siempre tiene que ser así. Puede que lo que se cargue positivamente sea otra cosa, como el mástil de un barco, por ejemplo.

En este caso, la carga positiva del barco es arrastrada hasta los mástiles del mismo, provocando el campo eléctrico que antes generaba el suelo con la nube. Y que ocurra en los mástiles no es casualidad, ya que hay un fenómeno físico que lo justifica… Un fenómeno denominado efecto punta. Las cargas tienden a acumularse en las puntas de los objetos, allí donde el espacio es mucho menor y, por lo tanto, la densidad de carga mayor. No es lo mismo tener 100 electrones (por poner un número, aunque sea un poco absurdo) en un balón de fútbol que en la punta de un bolígrafo. Justo el efecto que aprovechan en su funcionamiento los pararrayos

Fuego de San Telmo observado en el morro de un avión de pasajeros

De esta manera, cuando la tensión es lo suficientemente alta, ocurre lo mismo que en el caso anterior. El aire se rompe y produce un pequeño rayo en un efecto denominado efecto corona o, como ya se imaginarán, fuego de San Telmo. Los rayos, sean grandes o pequeños, son al final plasma, el cuarto estado de la materia. A grandes rasgos, es un gas, pero con electrones sueltos, lo que le permiten conducir la electricidad. En este caso, se trata de pequeños rayos con baja temperatura, de ahí que no ardiesen y fueran más una protección que el maléfico toque de un demonio. Un falso fuego que no sólo se da en barcos, también lo podemos ver en aviones y dirigibles…

El final del Hindenburg

El 6 de mayo de 1937, el Hindenburg llegó a Nueva Jersey entre nubes de tormenta. El campo eléctrico generado entre la nave y el cielo fue tan intenso que provocó un breve fuego de San Telmo, un fuego que en este caso sí actuó como traedor de desdicha. Normalmente, los dirigibles estaban llenos de helio, un gas noble y químicamente inerte. Un gas completamente seguro. Sin embargo, un embargo del ejército estadounidense obligó a los ingenieros alemanes a usar hidrógeno, una sustancia altamente inflamable.

Aunque el control de los alemanes con el hidrógeno era excepcional (se atrevieron incluso a que la nave tuviera una sala de fumadores), no fue suficiente para parar la mecha que había iniciado un caprichoso fuego de San Telmo. Pronto el hidrógeno del interior comenzó a arder violentamente y la nave se convirtió en una antorcha volante. Inició así un violento descenso en un accidente que acabó con la vida de 35 personas, 13 pasajeros y 22 tripulantes, de las 97 que viajaban.

El accidente impactó al mundo entero. Todos los detalles del mismo fueron filmados por la alta concentración de periodistas que esperaba al aterrizaje, lo que provocó que los viajes en dirigible perdieran todo el encanto que tenían hasta el momento. El régimen nazi ordenó finalizar con su línea de dirigibles, desguazando todos los que seguían en uso. De esta manera, la era de los dirigibles llegaba a su fin, tan bruscamente como comenzó. Y todo ello por un caprichoso fenómeno meteorológico que nos acompaña desde la Antigüedad y que ha protagonizado las fantasías de multitud de personas: el fuego de San Telmo.

Caída en llamas del Hindenburg
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