Reseñas HdC: El azar creador. La evolución de la vida compleja y de la inteligencia

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El azar creadorEl azar creador. La evolución de la vida compleja y de la inteligencia

Autor: Ambrosio García Leal.

Nº de páginas: 280.

Fecha de publicación original: 2013.

Encuadernación: tapa blanda.

Editorial: Tusquets.

Lengua: español.

ISBN: 978-84-8383-495-4.

Sinopsis:

¿En qué dirección avanza la evolución? Hace mucho tiempo que los científicos se resisten a admitir que la evolución siga una dirección «ascendente», desde los organismos supuestamente «inferiores» hasta la complejidad que, por ejemplo, ofrece el cerebro humano. De ahí que autores como Richard Dawkins o Stephen J. Gould, tan enfrentados en otras cuestiones, coincidan en comparar la evolución con un camino errático y azaroso.

En El azar creador, el biólogo Ambrosio García Leal hace una decisiva aportación a esta crucial incógnita: la noción de «bomba de complejidad»; ésta promueve la plasticidad fenotípica —o capacidad de modificar la fisiología, la anatomía o el comportamiento según los requerimientos del medio— y permite comprender por qué, a pesar de todo, los organismos parecen alejarse cada vez más de la complejidad mínima y cómo consiguen enfrentarse de modo eficaz a entornos impredecibles. Asimismo, introduce un nuevo concepto de la individualidad darwiniana, compatible con la integración de los individuos en asociaciones cooperativas susceptibles de ser favorecidas por la selección natural. A la hora de independizarse de la incertidumbre ambiental, el sexo y la capacidad de aprender desempeñan un papel fundamental. (Tusquets).

 

En esta reseña HdC hemos tenido la oportunidad de entrevistar al autor, Ambrosio García Leal, biólogo y doctor en filosofía de la ciencia por la Universidad Autónoma de Barcelona. Desde aquí, le agradecemos de nuevo su accesibilidad, amabilidad y la extensión y riqueza de sus respuestas, que son de un inmenso interés. Sin más, dejamos a nuestros lectores con la entrevista en cuestión:

Tu nuevo libro se llama «El azar creador. La evolución de la vida compleja y de la inteligencia». Un título emocionante para una descorazonadora verdad, ¿no crees?

No entiendo lo de «descorazonadora», a no ser que se haga la lectura de que la evolución de la vida inteligente es producto del puro azar, una casualidad cósmica improbable e irrepetible. Eso es lo que afirmaban autores como Monod o Gould, y refutar esa idea es precisamente lo que me he propuesto con este libro. El azar al que alude el título es la variación aleatoria de la que se alimenta la selección natural darwiniana, y que es el único aspecto azaroso del proceso evolutivo, algo que no acaban de entender los que cuestionan el darwinismo aduciendo que la vida compleja e inteligente no puede haber surgido «por azar». ¡Desde luego que no! Nuestra evolución es algo que requiere explicación, y una explicación en términos seleccionistas y adaptacionistas. Sí es cierto, no obstante, que a escala microevolutiva el mecanismo darwiniano no tiene ninguna dirección preferente. A la escala macroevolutiva del tiempo geológico, en cambio, observamos una tendencia hacia formas de vida cada vez más complejas e inteligentes. La resolución de esta paradoja, basada en la ganancia evolutiva de independencia de la incertidumbre del entorno, es la tesis principal de «El azar creador».

Tras «La conjura de los machos» y «El sexo de las lagartijas», ¿hay alguna novedad sobre el tema en «El Azar Creador»?

En mi anterior libro proponía una solución a la paradoja del sexo (la pérdida de nuestras identidades genéticas al reproducirnos sexualmente) que, en vez de rebajar el nivel de la selección del organismo al gen, tomaba como unidad de selección mínima para las especies sexuales no el macho o la hembra individuales, sino el par macho-hembra (o hembra-macho, si se prefiere). El par macho-hembra constituye una individualidad de orden superior, cuya identidad genética conjunta sí se perpetúa en la generación siguiente. En este nuevo libro la idea de individualidad en sentido darwiniano (cualquier sistema vivo que puede constituir una unidad de selección) se generaliza para abarcar todos los niveles de selección, desde el celular hasta el social, pasando por las asociaciones simbióticas. Una vez más, el concepto vertebrador es la independencia de la incertidumbre del entorno, clave para comprender la evolución de los niveles de organización de la materia viva y la evolución de la vida compleja.

Nuestra especie tiene unas peculiaridades sexuales que analizas en profundidad en tu primer libro «La conjura de los machos» ¿Crees que realizamos una censura – voluntaria o no – a conocer cómo somos en realidad?

La ciencia nos ha puesto en nuestro sitio: somos un animal más de un planeta más de un sistema solar más de una galaxia más (quizá de un universo más). Pero seguimos resistiéndonos a abandonar el centro del universo (lo que quizá sea comprensible si se considera que el pensamiento propiamente científico sólo existe desde hace menos de tres siglos, mientras que el pensamiento mágico y religioso se remonta a más de treinta milenios). De ahí que muchos se aferren a la pretendida libertad humana como expresión de nuestra supremacía sobre el resto de criaturas vivas. A quienes así piensan les resulta especialmente irritante oír que nuestras preferencias y conductas sexuales obedecen a instintos adaptativos, o que el amor, por mucho que lo sublimemos, no deja de ser un instinto reproductor.

Recientemente te has interesado por el campo de la filosofía de la ciencia. ¿Podrías contarnos cómo se conjugan la filosofía y la biología y qué polémicas más interesantes se debaten en este momento?

Los que nos dedicamos a investigar cuestiones que pueden encuadrarse en la filosofía de la biología vivimos en una suerte de limbo: los biólogos dicen que lo que hacemos es filosofía y no ciencia, y los filósofos dicen que lo que hacemos es biología y no filosofía. Por mi parte me considero más un científico (soy biólogo de formación) que un filósofo. En cualquier caso, esta franja borrosa entre ambas disciplinas está llena de cuestiones apasionantes que siguen siendo objeto de debate: la paradoja del sexo, la controversia sobre las unidades de selección, la definición de individualidad o la realidad del progreso evolutivo, entre otras.

¿Qué opinas sobre la idea de una tercera cultura, que supere la división entre ciencias naturales y humanidades?

Más que una tercera cultura, yo sería partidario de una sola cultura, sin demarcaciones ni parcelas separadas, donde ciencia y humanismo no se contemplaran como conceptos antagónicos, sino como fuentes de inspiración mutua. Pero me parece que ni humanistas ni científicos ni educadores están demasiado por la labor.

¿Consideras que el debate sobre la influencia de la herencia genética o la cultura (nature – nurture) está ya zanjado?

En absoluto. Como todas las discusiones científicas que conciernen a la naturaleza humana, este debate está teñido de prejuicios ideológicos que empañan la objetividad de los participantes e impiden llegar a conclusiones definitivas. Como he apuntado antes, la idea de que nuestra conducta pueda regirse, al menos en parte, por motivaciones innatas e irracionales incomoda a muchos que la consideran incompatible con el libre albedrío. Pero esto es un error, porque el hecho de que un comportamiento venga determinado genéticamente no tiene por qué implicar que sea absolutamente rígido, incorregible o inmodulable culturalmente (algo que, dicho sea de paso, también tienden a dar por sentado los reduccionistas genéticos). A mí me parece que el debate «nature–nurture» es en buena medida un falso problema. Nuestra especie ha llevado la adaptabilidad comportamental más lejos que ninguna otra, por lo que es de esperar que la cultura tenga un papel crucial en la modelación de nuestra conducta, pero la adaptabilidad comportamental en sí misma es una facultad que tiene una componente genética. Pensemos, por ejemplo, en la adquisición del lenguaje: la lengua concreta que hablamos viene dada por el medio cultural en el que nos desarrollamos (nurture), pero un chimpancé nunca hablará un lenguaje humano aunque se críe desde su nacimiento entre personas, porque carece del «hardware» cerebral necesario para ello (nature).

En el prólogo de tu libro hablas sobre la «indignación intelectual» que te han provocado algunos libros. ¿Cuál ha sido el último título que te ha motivado de esta forma?

Aparte de la apelación al azar absoluto por toda explicación, que considero una renuncia a hacer ciencia, lo que me provoca más indignación intelectual es que los científicos pongan su ciencia al servicio de su ideología (cosa que, dicho sea de paso, ocurre demasiado a menudo). Y ya que acabamos de hablar de la cuestión «nature–nurture», uno de los libros que más me han sublevado en los últimos años es «Cuerpos sexuados», de la bióloga estadounidense Anne Fausto-Sterling. A base de malabarismos filosóficos y lecturas interesadas de ciertos hechos de la embriología animal y humana, Fausto-Sterling (feminista y lesbiana militante) defiende la tesis de que los sexos masculino y femenino (y me refiero a los sexos biológicos, no sólo a eso que llaman «género») no son clases naturales, lo cual me parece un disparate de magnitud comparable a la antropología nazi.

Decía el biólogo Jacques Monod que somos el fruto del azar y la necesidad. ¿Por qué está costando tanto que se acepte este hecho entre el público, y que sigamos aferrados a lo que Dennett llamó «ganchos celestiales», como dioses creadores?

En mi libro propongo un mecanismo que he llamado «bomba de complejidad» para explicar la complicación creciente de los organismos a lo largo del proceso evolutivo, que es una «grúa» en el sentido de Dennett (y no un «gancho celestial»), ya que no sólo sigue siendo una explicación seleccionista y adaptacionista de los productos de la evolución, sino que es susceptible de contrastación mediante simulaciones por ordenador. En cuanto a la resistencia de los no científicos (y de algunos científicos) a las respuestas que ofrece la teoría darwiniana a las grandes cuestiones (qué somos, de dónde venimos y adónde vamos), ésta me parece una cuestión fascinante, una vez superada por mi parte la tentación de aceptar la idea arrogante e ingenua de que sólo los insensatos o los débiles mentales pueden rechazar las explicaciones evolucionistas. Es una cuestión sobre la que no he meditado en profundidad (aunque quizá me ponga a ello más adelante) y para la que de momento no tengo una respuesta clara. Los científicos tenemos como deber prioritario intentar comprender el mundo, y que nuestra comprensión del mundo sea lo más fiable posible. Puede que, simplemente, buscar la verdad a toda costa (aunque resulte «descorazonadora») no sea una prioridad para la mayoría. A fin de cuentas, los científicos y los filósofos nunca han pasado de representar una fracción ínfima de la humanidad, y desde luego no puede afirmarse que su eficacia biológica sea superior a la media.

Jorge J. Frías Perles.
Paulo Hernández.

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  • Bitacoras.com
    Publicado el 10:00h, 07 noviembre Responder

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