En los límites de la realidad


Cartel de la película «En los límites de la realidad», de 1983, dirigida por Steven Spielberg, John Landis, George Miller y Joe Dante.

Con este título se conoció en nuestro país una serie que, a mediados de los 80’s, introdujo a los telespectadores en un mundo plagado de misterios, fantasías y ciencia ficción. La serie se emitió inicialmente en los Estados Unidos entre 1959 y 1964, aunque ignoro si aquella obra llegó a nuestro país. Este humilde divulgador se declara sucesor y heredero de aquella segunda avalancha que dio comienzo en 1985 y que, ya desde pequeñito, le hacía sentir un fuerte magnetismo por lo que veía en la pantalla a pesar de no entender muy bien qué pasaba o el argumento en cuestión que se estaba desarrollando. A ese niño le fascinaba lo llamativo y lo misterioso. En mi descargo debo reconocer que cuando les pase a exponer lo que van a leer unas líneas más abajo, van a darme la razón (confío) en lo acertado del título.

La Paleontología se define, atendiendo a su etimología, como la ciencia encargada de estudiar a los seres antiguos. Sin ser incorrecta, esta definición resulta incompleta. La Paleontología es una ciencia matriz que interpreta la vida sobre la Tierra usando como materia de estudio el registro fósil. Me gusta definirla como una disciplina que cabalga entre la Biología y la Geología, donde además de acometer la reconstrucción de los seres vivos que poblaron nuestro planeta en el pasado, estudia su origen así como los cambios sufridos a lo largo del tiempo (filogenia y evolución). Asimismo, se ocupa de esclarecer las posibles relaciones entre ellos y su entorno (paleoecología), su distribución espacial y sus migraciones (paleobiogeografía), de sus extinciones y causas así como de los procesos que dieron lugar a la fosilización (tafonomía) o de la datación de las rocas que los cobijan (paleobioestratigrafía). En definitiva y de manera muy sucinta, la Paleontología permite conocer la biodiversidad actual ofreciendo herramientas que nos ayuden a comprender la evolución de los seres vivos a lo largo de la línea temporal y cómo los cambios climáticos han afectado y afectan a la biosfera. No obstante, y a pesar de su utilidad para las demás disciplinas científicas, se encuentra muy frecuentemente denostada. Voy a omitir las constantes críticas (sin fundamento, por supuesto) que los creacionistas realizan al registro fósil y su discontinuidad para no darles una publicidad innecesaria.

Para que un ser vivo fosilice necesitamos una serie de circunstancias, que de no darse todas la vez, de manera muy improbable va a dar lugar a un fenómeno fosilizador. El primer paso de la fosilización ocurre con la muerte del animal y, por tanto, con su descomposición o, más concretamente, con su no descomposición. Es fundamental para que dé comienzo el proceso fosilizador que el animal no se encuentre expuesto a la superficie mucho tiempo, dado que los agentes oxidativos presentes en el ambiente están interaccionando negativamente con su estructura. Una vez el cadáver ha perdido sus partes blandas y conserva únicamente las duras, tiene lugar el proceso de mineralización, proceso en el que los compuestos orgánicos se sustituyen por compuestos inorgánicos. De esta forma, dependiendo del compuesto inorgánico que rellena los huecos del organismo, la mineralización puede ser una silicificación, una fosfatación, una carbonatación, etc.

Esquema simplificado del proceso de fosilización.

No es difícil entender, leyendo las pautas expuestas líneas arriba, que una gran multitud de organismos difícilmente fosilizarán debido a sus características anatómicas. Cuanto más partes duras contenga un animal, más probabilidades habrá de que fosilice. De la misma manera, dado que el organismo no puede estar expuesto a la superficie por la putrefacción que comenzaría a llevarse a cabo, es menos probable encontrar fósiles en climas cálidos y lluviosos (que aceleran el proceso de descomposición) que en zonas frías o desérticas, donde la deshidratación podría dar lugar incluso a procesos de momificación natural. La fosilización, como mecanismo de preservación de formas de vida pretéritas, y la Paleontología y sus múltiples ramas, son por tanto las herramientas que tienen los científicos para asomarse a esos límites de la realidad. Y no hace falta que les diga que a menudo, la realidad supera a la ficción.

Lo mismo debió pensar Sam Heads, investigador en el Illinois Natural History Survey (INHS), cuando se reveló un fósil ante sus narices. Él mismo definía su logro de la siguiente manera en el Illinois New Bureau del 7 de Junio de 2017:

Cuando se piensa en ello, las posibilidades de que [el fósil] haya llegado hasta aquí tienen que ser minúsculas.

El hallazgo de un fósil siempre es motivo de alegría, pero fósiles nuevos se encuentran todos los días. Ya sé que puede sonar a exageración, pero no les he puesto en contexto el descubrimiento de Heads: el fósil encontrado en Brasil por Sam Heads y su equipo, al que nombraron como Gondwanagaricites magnificus, supone el registro micológico más antiguo conocido y se le estima una edad de 115 millones de años, es decir, que vivió en el Cretácico Inferior. El nombre es muy inspirador, ya que hace 115 millones de años el supercontinente Gondwana estaba empezando a desgajarse. Dicho de una manera que agradará más a los fans de la saga Parque Jurásico, ¡este hongo convivió con los dinosaurios! (sensu lato, o en su sentido más amplio). ¿Es para estar eufórico o no?

Piensen por un momento que un hongo (o más concretamente su cuerpo fructífero, al que vulgarmente llamamos seta) es un ser que carece de partes duras como huesos o conchas y que en la mayoría de  casos crecen y desaparecen a los pocos días. Eso si no se licuan a las pocas horas de cortarlos, como ocurre con las especies del género Coprinus. ¿Qué obstáculos debió superar para llegar desde donde crecía hasta las inmediaciones de la laguna en que se encontró su rastro? A esto, añadan que ha permanecido preservado durante 115 millones de años en un estado excelente.

Reconstrucción del hongo Archaeomarasmius leggetti, del Cretácico Medio.

Los hongos fósiles anteriores a este descubrimiento, como los también cretácicos Palaeoagaricites antiquus o Archaeomarasmius leggetti (con una antigüedad de 99 y 94-90 millones de años respectivamente), se mantenían conservados en ámbar, una resina fósil de coníferas de color amarillo-anarajanda. Sin embargo, Gondwanagaricites magnificus es fascinante por un segundo motivo: es un hongo mineralizado. Aún sin saber cómo, Heads explica en su artículo que el hongo llegó a una laguna muy salina, se hundió a través de las capas estratificadas de agua salada y acabó cubriéndose de repetidas capas muy finas de sedimentos. Transcurrido mucho tiempo, sus tejidos se reemplazaron por pirita, que más tarde daría lugar al mineral goethita, un oxihidróxido de hierro (III) que Lenz nombró con el nombre del novelista y geocientífico alemán Johann Wolfgang von Goethe.

La goethita es un mineral opaco de coloración pardo-rojiza otorgado por el elevado contenido en hierro de la piedra (hasta un 66%). Muestra una densidad de 4,28 g/cm3 y una dureza de 5.5 en la escala de Mohs. En definitiva, el fósil nos está informando acerca del lugar donde fue encontrado, una tierra rica en óxidos de hierro que permite el origen mineral de la goethita, un mineral frágil y de escasa densidad. Nos está describiendo en pocas palabras cómo es la Formación Crato Brasil, sita al noreste del país. ¿Siguen pensando que la Paleontología es una ciencia poco útil? Nos describe cómo eran ciertos lugares pasados y los enmarca y relaciona con otros actuales. Es como jugar a detectives con un puzzle al que le faltan piezas. Sin embargo, el hecho de que falten algunas piezas no nos invalida para acertar a decir qué paisaje esconde el rompecabezas.

Mineral de goethita extraído de Brasil, misma región en que se encontró el fósil de Gondwanagaricites magnificus.

El hongo hallado en Brasil tiene una altura de unos 5 centímetros, pero lo más interesante es lo que ha revelado la microscopía electrónica: “es sin duda un hongo con lamelas dentro de los Agaricales. […]. El hábito general de Gondwanagaricites es una reminiscencia de los hongos en la familia Strophariaceae y la ubicación dentro de esta familia estaría respaldada por el pequeño tamaño y la forma robusta del basidio, el píleo [sombrero] grueso, la unión total de las lamelas al centro del estipe [pie], y la aparente ausencia de velo universal y/o parcial. Sin embargo, otras familias de hongos presentan una morfología de basidioma similar (por ejemplo, Agaricaceae, Tricholomataceae, Bolbitiaceae, etc.) y sólo pueden clasificarse mediante estudios detallados de la forma, ornamentación y coloración de las basiodiosporas. Por tanto, dado que las esporas de Gondwanagaricites no se han observado, nos abstenemos de asignar el nuevo género a una familia”.

Como pueden observar, los paleontólogos no han sido capaces con los datos que disponían de colocar en el árbol de la vida a su hallazgo fósil. ¿Deja esta investigación en mal lugar a la Paleontología? ¿Podemos considerar que esta investigación no ha aportado nada al conocimiento básico de la flora (más concretamente micoflora) y fauna existente sobre la Tierra durante el Cretácico Inferior? Habrá quien lamentablemente piense que se trata de un esfuerzo inútil, pero nada más lejos de la realidad. Verán, los hongos tienen una historia evolutiva que se extiende a lo largo de más de 1.400 millones de años, es decir, llevan sobre este planeta casi una tercera parte de la edad del mismo. A pesar de su antigüedad, el registro fósil de estructuras fúngicas es muy pobre si obviamos las esporas, pero desgraciadamente la Paleontología no puede asignar determinadas esporas aparecidas en el registro fósil a una especie determinada. Es más, probablemente conozcamos esporas fósiles de hongos que aún desconocemos. Convendrán conmigo en que no es un ejercicio de seriedad.

Imagen de hongo.

Continuando con el razonamiento anterior, actualmente se conoce la existencia de más de 30.000 hongos pertenecientes a la División Basidiomycota, una división en la que el registro fósil es especialmente pobre en cuanto a las setas que presentan lamelas o agallas. El informe más antiguo que tenemos de un Basidiomycota consta del Carbonífero, más concretamente del subperíodo Mississippiense, y se corresponde con unas hifas (filamento formado por la unión de múltiples células fúngicas) halladas en Francia a la que se le otorgan unos 320 millones de años de antigüedad. Por tanto, Gondwanagaricites magnificus es el fósil más antiguo hallado hasta el momento de hongo con lamelas, ampliando el rango geológico de los hongos lamelares entre 14 y 21 millones de años atrás en el tiempo. Además, el reloj molecular sugiere que la división Basidiomycota divergió entre hace 1.200 y 500 millones de años, jugando G. magnificus el papel de colocar el primer punto de calibración para el Orden Agaricales, estableciendo una antigüedad mínima de 120-113 millones de años.

De esta forma tan aparentemente simple, el descubrimiento de un nuevo fósil invita a la comunidad científica (y a todo aquel que quiera acercarse al conocimiento de la vida en la Tierra) a abrir una ventana al pasado y a poner incluso en hora nuestro particular reloj. De la misma manera que cuando viajamos a otra franja horaria modificamos las agujas de nuestro reloj de pulsera, los viajes a épocas más remotas de nuestra historia geológica requieren de una puesta a punto y una correcta calibración. Y en esa puesta en hora, juegan un papel muy importante los fósiles. Como si se tratase de investigadores de CSI, los paleontólogos deben determinar la hora del exitus letalis del organismo que tienen entre manos.

Si pudiera verle, aunque sólo fuese una vez -pensó-,

el misterio se iría disipando y hasta puede que se desvaneciera totalmente

como suele suceder con todo acontecimiento misterioso

cuando se le examina con detalle.

Extracto de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886)

Robert Louis Balfour Stevenson (1850-1894). Novelista y poeta escocés.

Eduardo Bazo

Bibliografía:

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