
Sana, sana, culito de rana
A más de uno le sonará la expresión “sana, sana, culito de rana, si no sana hoy sanará mañana” (o variantes de la misma) que suele emplear un adulto para calmar el dolor que sufre un niño cuando se ha dado un golpe. La frase suele pronunciarse mientras se acaricia, frota o besa la zona dolorida. Muchas madres han tratado de calmar así el dolor de sus hijos durante mucho tiempo pero, ¿realmente funciona? ¿hay alguna explicación científica? Para responder a estas preguntas debemos saber algo más acerca de los mecanismos del dolor.
Lo primero que nos viene a la cabeza cuando hablamos de dolor es asociarlo con «sufrimiento físico». El dolor es muy útil porque nos permite alejarnos de las cosas que amenazan nuestra supervivencia, actuando como una especie de alarma anti-incendios. Pero no ha sido hasta hace relativamente poco que se ha comenzado a entender realmente como sentimos el dolor. Ya entre los antiguos griegos había discrepancias acerca del dolor, y mientras Aristóteles pensaba que era causado por espíritus malignos que entraban en el cuerpo a través de las heridas, Hipócrates sostenía que era debido a un desequilibrio en los fluidos vitales del ser humano. En algunos grupos religiosos, se consideraba el dolor como un castigo de Dios, o como una prueba para confirmar la fe y por lo tanto, la forma de eliminar el dolor era mediante la oración. Como vemos, la idea general era que el dolor era algo que venía «de fuera».
En el siglo XI, el médico y filósofo persa Avicena incluyó el dolor como uno de los sentidos del cuerpo. Pero no fue hasta el Renacimiento cuando se produjo el primer gran avance en el estudio del dolor. René Descartes, del que ya hemos hablado en otra entrada de Hablando de Ciencia, publicó su teoría del dolor en su «Tratado del Hombre». Descartes propuso que el tejido dañado enviaba una señal al cerebro a través de las fibras nerviosas (las mismas por las que viajaban las sensaciones táctiles), como si se tirara de unas cuerdas que hicieran sonar una campana en lo alto del campanario». El cerebro entonces enviaría automáticamente una orden de vuelta al tejido dañado, para retirarlo del estímulo dañino. Descartes fue, pues, el primero que pasó el dolor del plano místico y espiritual al plano físico, lo que permitió que se pudiera comenzar a investigar las vías del dolor en el cuerpo para tratar de calmarlo, en lugar de tratar de calmar la ira de los dioses.
Ilustración de la teoría del dolor en Traite de l’homme (Tratado del hombre), de René Descartes (1664). Fuente: Wikicommons.
Basándose en estas teorías de Avicena y Descartes, durante el siglo XIX se desarrolló la teoría de la especificidad. Esta teoría propuso que el dolor tenía su propio sistema sensorial, independientemente del tacto y otros sentidos. Fue en este siglo cuando se descubrieron la mayor parte de los receptores cutáneos y se describieron la mayor parte de las fibras nerviosas que envían la información al cerebro. De forma breve, existen unas fibras gruesas que transmiten la información rápidamente, que son las fibras Aα y Aβ, que transmiten información de los músculos y del tacto respectivamente, y unas fibras más delgadas que transmiten la información más lentamente y que son las fibras Aδ y C, encargadas de transmitir la información del dolor y de la temperatura. Esta teoría proponía que para cada daño específico había una respuesta determinada, y el dolor era una sensación inevitable frente al daño tisular. No tenía en cuenta los aspectos psicológicos que podían influir en el dolor (ansiedad, expectación, conocimiento previo, condicionantes culturales, etc…).
Fuente: Asociación Española de Pediatría
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